Alberto Aceves/La Jornada/Foto:Chivas/San Nicolás de los Garza, NL. La alegría de los aficionados de Tigres en el estadio Universitario reclamaba su propia ceremonia. Era un placer contagioso que permitía congelar el tiempo por unos minutos y beberse la vida a borbotones. Aunque a esta felicidad le depararon algunas vallas negras en el camino, el encono ciego de los felinos se mantuvo firme tras el empate 0-0 ante el Guadalajara en la final ida del futbol mexicano.
Miles de personas en las calles de Nuevo Léon vibraron en frecuencias supremas. Lo que asombraba de este fenómeno energético es que sólo podía sentirse estando allí, escuchando a todo pulmón el “¡Dale, dale, dale Tigres!” entre tambores, luces y banderas gigantes. Para algunos, ganar el campeonato es tan sólo la posibilidad de recuperar instintos abandonados; para otros, será nada menos que alcanzar la gloria, el éxtasis, en el mismo torneo que eliminaron en semifinales a su clásico rival, los Rayados del Monterrey.
En esta clase de partidos todo lo aprendido se demuestra en tiempo real, ante los ojos de un mundo en que conviven amigos, padres y abuelos. No hay posibilidad de ver repeticiones ni hacer estadísticas para calcular un resultado. Los jugadores saben que el azar y algo ajeno a sus intenciones controla el desenlace de los 90 minutos, por eso tal vez se persignan desde el silbatazo del árbitro.
Tienen un Dios que los ayuda a entenderse sin palabras, a tener el coraje de buscar la pelota con la presión extrema. Nada más verosímil que ese momento para entender que se trata de una gran final, esa lucha tan particular en la que se reviven peleas pasadas y rencores presentes, como el deseo de Tigres de vengar la derrota en la misma instancia que cayó en 2017 y por fin festejar.
Además de universal, este deporte es un invento cultural primitivo de hombres y mujeres enamorados de la pelota. El Rebaño aguantó en silencio los reproches de una multitud que fue voraz en las gradas, pero siempre estuvo ahí, con un pañuelo mojado en saliva dispuesto a limpiarse los restos de una cena convertida en empate.
Mientras los felinos reflejaban la contundencia física para morder en cada centímetro del campo, en Chivas el esfuerzo parecía estar basado en la idea de hacer más con menos. Esa manera de pensar de los tapatíos estuvo a punto de darle resultado, favorecidos por un error del uruguayo Fernando Gorriarán que Isaac Brizuela no supo aprovechar en un mano a mano con Nahuel Guzmán.
En un Volcán sobrepoblado, incluso en lugares donde no había asientos, Tigres dejó al descubierto cuánto necesita a veces de sus individualidades. Los socios Luis Quiñones y André-Pierre Gignac volvieron a juntarse y crear complicidades, pero su pegada estuvo lejos de ser un problema para los zagueros rojiblancos. Lo más peligroso de los felinos fue un centro desviado al poste por Antonio Briseño, que el delantero francés no supo aprovechar.
Con el final cerca se dispersaron los miedos y ansiedades, pero la fiesta en San Nicolás no estaba completa. Se sabe que un equipo debe tener cierto orden, algún comportamiento estratégico, para que luego aparezca el talento individual. Rafael Carioca y Nicolás López intentaron llevarse por delante las extensas horas de la doctrina táctica del 4-4-2, con jugadas que provocaron suspiros de una multitud.
A pesar del empate sin goles, algo le dice a los aficionados de Tigres que no todas las vidas son iguales ni toda alegría merece el mismo llanto. Sus jugadores saben que la derrota definitiva sólo acontece con el olvido, y, en su caso, no hay olvido ni perdón cuando se trata de Chivas. Por eso la serie por el campeonato aún sigue abierta.