Lic. Washington Daniel Gorosito Pérez/Foto: Gerardo García
La primera edición de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, se publicó con el sello de Cuadernos Americanos en 1950. El colofón de esa edición reza: “Este libro se terminó de imprimir el 15 de febrero de 1950 en los talleres de la editorial Cultura, avenida República de Guatemala, número 96 de la ciudad de México, DF”.
El mismo Octavio Paz dijo en 1989 que su libro El laberinto de la soledad no era un tratado de psicología o sociología acerca de México. Es puntualizó el poeta “una confesión o mejor una declaración. Una declaración de amor. Todos llevamos dentro un desconocido. Quise penetrar en mí mismo y desenterrar ese desconocido”
Este libro mío sobre México (y los otros con tema parecido), son lo que soy yo, también lo que no soy y no quiero ser y quisiera ser: el desconocido que me habita, (es) una tentativa por desenterrarme, y verme, y viéndome, ver el rostro de mi país.
Recordando a Octavio Paz quiero compartir un texto publicado en Novedades, el 11 de octubre de 1943. El mismo adelanta temas de El laberinto de la soledad y muestra el espíritu visionario y el sentido crítico de ese mexicano universal.
En momentos tan complejos de la historia de nuestro México como los que estamos viviendo, este texto que nos regalara el Premio Nobel de Literatura 1990 nos debe conducir décadas después de escrito, a la reflexión y a cuestionarnos la vigencia de su contenido.
“Una de las virtudes del pueblo inglés es su capacidad para resistir, en plena lucha, las verdades más amargas y las críticas más enconadas. Ahora mismo mientras Inglaterra se enfrenta a una de las crisis totales de su historia, empeñada en un combate en el que el premio es la vida misma, algunos ingleses no vacilan en denunciar ante sus propios compatriotas y ante el mundo entero los vicios y defectos de su patria, de sus instituciones y de sus hombres.
Muchos piensan que esta libertad de espíritu nace del prolongado goce de los derechos democráticos de expresión de las ideas.
No lo creo: la democracia facilita esa expresión, la hace posible, pero no la engendra. Ese denodado amor a la verdad, ese valeroso poner el dedo en la llaga del propio cuerpo, nace de algo más profundo que unas instituciones políticas.
El valor de los ingleses para decirse las verdades y para resistir que se las digan es el fruto de su prosperidad material, sí, pero también de su saludo moral, de su seguridad interior.
Muchos pueblos gozan de libertad de expresión; pocos la utilizan para algo que no sea mentirse entre ellos, calumniarse y engañarse. La democracia francesa sirvió para engañar al pueblo francés; la libertad de prensa en la época maderista produjo la mentira sangrienta de Huerta.
No basta la libertad de expresión para que nazca el amor a la verdad; se necesitan varias condiciones interiores, cierta integridad de espíritu, fortaleza de alma y serenidad de conciencia, hijas de la salud moral, para poder expresar una verdad y para soportar que nuestro vecino la exprese. La honradez de carácter de los ingleses tiene dos limitaciones: el positivismo y el nacionalismo. Los ingleses aman los hechos, las verdades concretas y sólidas, pero no muestran ninguna simpatía por las abstracciones y las generalizaciones; su amor a la verdad les hace desconfiar de las teorías y de las especulaciones desinteresadas.
El nacionalismo también los empobrece, las críticas de los extranjeros no alteran su flema y su insensibilidad frente al clamor de los extraños, da la razón, una vez más a la vieja sentencia: “No hay peor sordo que el que no quiere oír”.
Pero todas estas limitaciones dejan intacto el hecho primordial: los ingleses aman la verdad, aunque esta sea fragmentaria e inglesa y son capaces de resistirla. ¿Podemos decir nosotros algo semejante? Algunos historiadores recientes proclaman que nuestra historia es un tejido de mentiras.
Es su deber: sólo viven para rectificar a sus maestros o a sus antepasados. Pero no es nada más la historia: nuestra vida diaria sería inexplicable sin la mentira que la alimenta, la hipocresía que la vela y la complicidad de todos los que no nos atrevemos a denunciar nuestra miseria y pequeñez.
¡La mentira inunda la vida mexicana: ficción en nuestra política electoral; engaño en nuestra economía, que sólo produce billetes de banco; mentira en los sistemas educativos; farsa en el movimiento obrero (que todavía no ha logrado vivir sin la ayuda del Estado); mentira otra vez en la política agraria; mentira en las relaciones amorosas; mentira en el pensamiento y en el arte; mentira por todas partes y en todas las almas.
Mienten nuestros reaccionarios tanto como nuestros revolucionarios; somos gesto y apariencia y nada, ni siquiera el arte se enfrenta a su verdad.
La mentira nace de la pobreza física y espiritual, como una compensación; la imaginación nos engaña con torpes fantasías, puesto que la realidad nada nos puede dar.
Este engaño acabará cono nosotros, porque un pueblo no puede vivir de viento y mentira. Tampoco de esas medio verdades en las que somos pródigos. La media verdad ni siquiera es una mentira: es una medio mentira, un ser híbrido.
El miedo a la verdad que nos lleva a mentirnos cualidades que no poseemos, también exagera nuestros defectos o ve únicamente nuestros vicios: de la hipocresía saltamos al masoquismo: Vasconcelos todo lo ve negro como Orozco: no sé si su pesimismo es un defecto visual o una manera de oponerse al optimismo profesional de los otros.
Los dos niegan a nuestros héroes; el resto, los canoniza. Pero, ¿por qué hemos de tener ídolos en lugar de héroes, fantasmas en lugar de hombres de carne y hueso? Ni somos el país más rico de la Tierra, ni somos la escoria del globo; los indios no tienen la llave del paraíso terrestre ni son inmóviles cactus vivos, ornato del árido paisaje, fondo para el cuadro “revolucionario” o tema del orador gangoso.
Una verdad a medias es más nociva que una mentira completa. Somos un pueblo triste, pero nadie gasta más que nosotros en fiestas; somos un pueblo manso, pero todos los días nos matamos; somos un pueblo sobrio, pero todos nos emborrachamos; la mentira nos envuelve y nadie se engaña a sí mismo con tal natural hipocresía, pero tampoco nadie se dice las cosas con tal desnuda desesperación.
Este desequilibrio brota de nuestra inseguridad interior. No sé como podríamos utilizar esta energía estancada y enfermiza, que ahora sólo sirve para destruirnos, pero creo que necesitamos ante todo, de la verdad.
Pues si la mentira torna fantasma cuanto toca, decir la verdad es empezar a existir verdaderamente. He aquí una de las pocas misiones políticas o públicas de los escritores mexicanos, aunque me temo que muy pocos la verán con simpatía.
Prefieren el ejercicio de la mentira, de la verdad prudente o de la media verdad, de la verdad partida o partidista”.